viernes, 4 de octubre de 2013

FORMACIÓN PARA LA ACCIÓN: LA EXISTENCIA DE DIOS Por: Eudaldo Forment

Los entes que nos rodean son contingentes, no repugna que no existan. De ahí que se generan entes con duración limitada. Se producen y se corrompen, o nacen y mueren, si son vivientes.
Por la vía anterior, había quedado establecido que ninguna esencia puede causar su propio ser, porque «no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría que ser anterior a sí misma, y esto es imposible» (STh I, 2, 3). Si existen los entes, deben poseer necesidad, de lo contrario no existirían. En la medida que existen, son necesarios y lo son por otro, por una causa que les hace existir.
Este es el verdadero punto de partida de la vía, lo que tienen de necesario los entes contingentes. La imposibilidad de prolongar hasta el infinito la serie de causas subordinadas esencialmente en la necesidad, lleva a afirmar la existencia de un ente necesario por sí mismo, un ente necesario absolutamente, causa de la necesidad de los demás.
Por consiguiente, el hecho de que los entes se encuentren en la realidad, o existan, es contingente. En cambio, no lo es que existan por su ser propio, la forma de las formas, que estén en la realidad por tener ser. Esta necesidad requiere la de Dios, que no posee el ser recibido, sino que lo es. Dios es su ser, sólo es ser, el «Ipsum esse subsistens», en quien se identifica la esencia y el ser.
La contingencia del ente remite a la afirmación de la creación, ya que puede considerarse la contingencia como una de las relaciones entre lo creado y el Creador. Desde esta vía de la demostración de la existencia de Dios
«es necesario afirmar que todo lo que existe de algún modo existe por Dios». Lo que se explica «porque si se encuentra algo por participación en un ser, necesariamente ha de ser causado en él, por aquel a quien esto le corresponde esencialmente» (STh I, 44, 1 in c.).
Los entes necesarios por participación, que requieren una causa de su necesidad, son causados por el ser necesario por esencia. Los entes que poseen el ser por participación son causados por el ente, que es el ser por esencia.
Por encima del conocimiento filosófico de Dios está el que le proporciona la virtud teologal de la fe, cuyo acto fue definido por Santo Tomás como «acto del entendimiento, que asiente a la Verdad divina por imperio de la voluntad, movida por la gracia de Dios» (STh II-II, 2, 9, in c.)
Sobre el hábito de la fe infusa, advierte Santo Tomás que para consentir a la Revelación es necesaria la gracia, el don de Dios, a la que el hombre puede resistir. Con respecto al conocimiento de las verdades reveladas debe distinguirse entre la proposición, la revelación de la verdad, o el misterio, al entendimiento humano, y el asentimiento interno del mismo a ella. A esta distinción corresponde la de una doble gracia: la gracia externa de la divina Revelación; y la gracia interna o interior de la divina iluminación.
Para conocer las verdades estrictamente sobrenaturales o misterios, que por si mismos trascienden a todo entendimiento creado, e igualmente para conocer las verdades sobrenaturales, que simplemente estan ocultas al entendimiento humano -como son los decretos de la voluntad de Dios y los futuros contingentes, que por su propia naturaleza están ocultos a la inteligencia humana-, es absolutamente necesaria la gracia externa, la Revelación, o las palabras en que se manifiesta.

Igualmente para asentir a las verdades sobrenaturales, pero por un motivo meramente natural, como por ejemplo su interés racional, no es absolutamente necesaria la gracia divina interior. Por ser el motivo de asentimiento algo meramente natural, algo que no traspasa las fuerzas naturales del entendimiento, es desproporcionado, o inferior, para alcanzar estas verdades en cuanto sobrenaturales. Se obtiene, por tanto, un conocimiento de unas verdades que sólo materialmente son sobrenaturales, pero que no son aprenhendidas en cuanto son formalmente sobrenaturales.
En cambio, para asentir a los misterios sobrenaturales, en cuanto son sobrenaturales, o sea, por un motivo formalmente sobrenatural, es absoluta y físicamente necesaria la gracia divina interna que ilumine el entendimiento, como hace la virtud infusa de la fe teologal. Explica Santo Tomás:
«Para los pelagianos, esa causa sería solamente el libre albedrío; por eso afirmaban que el comienzo de la fe está en nosotros, puesto que de nosotros depende el estar dispuestos a asentir a las verdades reveladas; y que su consumación viene de Dios, por quien nos son propuestas las verdades que debemos creer. Pero esto es falso, pues el hombre, para asentir a las verdades de fe es elevado sobre su propia naturaleza, y ello no puede explicarse sin un principio sobrenatural que le mueva interiormente, que es Dios» (STh II-II, 6, 1 in c.).
También observa el Aquinate que la fe -el acto de la virtud teologal de la fe, bajo la moción divina de una gracia actual-, es un acto intermedio entre el acto perfecto de clara y cierta visión de la ciencia y el asentimiento imperfecto propio de la opinión. Quien cree asiente con certeza, pero su inteligencia no reposa tranquila en la verdad, en razón de su inevidencia, hasta que no llegue a verla en la intuición beatífica.
«El acto de fe entraña adhesión firme a una sola parte, y en esto convienen el que cree, el que conoce y el que entiende. Pero su conocimiento no es perfecto, por visión clara del objeto, en lo que conviene con el que duda, sospecha y opina» (STh II-II, 2, 1, in c.).
El mismo conocimiento racional de Dios presenta dificultades. No es un camino fácil llegar a Dios a través de las criaturas. Santo Tomás afirma la conveniencia de la Revelación tanto para conocer verdades sobrenaturales sobre Dios, que exceden, por ello, la capacidad de la razón humana para descubrirlas, como las naturales, aquellas que sí podría por sus solas fuerzas. Explica que sin la vía de la fe, en primer lugar, «muy pocos hombres conocerían a Dios». A los demás se lo habría podido imposibilitar tres causas: «La mala complexión fisiológica (...) el cuidado de los bienes familiares (...) la pereza».
En segundo lugar, los que llegaran a las verdades naturales sobre Dios, lo habrían hecho «después de mucho tiempo». Por tres motivos: «Por su misma profundidad (...) por lo mucho que se requiere saber de antemano», y porque se necesita la madurez, que proporcione la paz y la tranquilidad, al no estar sujeto «al vaivén de los movimientos pasionales».
Por último, en tercer lugar, estos pocos hombres maduros poseerían mal esta verdad, con gran incertidumbre. Ello por tres razones:
«La falsedad se mezcla en la investigación racional (...) viendo que los mismos sabios enseñan verdades contrarias (...) y que entre muchas verdades demostradas se introduce de vez en cuando algo falso (...) que se acepta por una razón probable o sofística» (Summa Contra Gentiles I, c. 4.)
No obstante, aunque el conocimiento filosófico de la existencia de Dios no sea fácil, sí lo es como término de un conocimiento prefilósofico, casi espontáneo, de Dios, a través del espectáculo de la naturaleza y de la experiencia del propio yo. Tal conocimiento resulta sencillo, claro está, «para un hombre normalmente educado, sin deformaciones intelectuales (prejuicios) o morales (vicios); en cambio ha de resultar muy difícil para el hombre agnóstico o de vida moral desordenada, que chocaría instintivamente con una idea de Dios que comprometiese consecuentemente su vida» (Rodríguez, 1995, 106).
Concluye, por ello, el Aquinate:
«Por eso, fue conveniente presentar a los hombres por vía de fe, una certeza fija y una verdad pura de las cosas divinas» (Summa Contra Gentiles, I, 4).
Para que todos y cada uno de los hombres puedan conocer desde el principio, con certeza y seguridad la existencia de Dios y otras verdades naturales parecidas, ha sido moralmente necesaria la gracia externa de la revelación.
El hombre puede, sin la gracia sobrenatural, conocer la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, la ley natural impresa en su corazón, y otras verdades naturales, si bien ha sido conveniente que estas verdades fuesen divinamente reveladas, tras el debilitamiento de la inteligencia por el pecado original, para que fuesen conocidas en conjunto, a tiempo y con seguridad.
En el estado actual de naturaleza caída, el hombre conserva las fuerzas necesarias para poder conocer con certeza las verdades naturales, pero no puede decirse lo mismo respecto de aquellas verdades naturales difíciles, cuyo conocimiento nos es urgente intelectual y moralmente, como son la existencia de Dios, su providencia; la espiritualidad, inmortalidad y responsabilidad del hombre; y la ley moral en toda su extensión desde el comienzo hasta el fin de la vida. Para esa forma de conocimiento de estas verdades trascendentales, la gracia de Dios es relativamente necesaria o conveniente.
La razón humana ha quedado debilitada y obscurecida, pero no es impotente para conocer. Conserva fuerzas naturales suficientes para conocer con certeza, sin necesidad de la gracia, las verdades fundamentales de orden metafísico y ético, precisas para el gobierno de la vida humana. Si su naturaleza no estuviera afectada por el mal, dispondría de capacidad intelectiva suficiente y no encontraría obstáculos para conocerlas perfecta y facilmente.
Para estas verdades naturales, necesarias para la orientación de la vida personal es, por tanto, necesaria moralmente la Revelación, la gracia de Dios externa. Aunque absolutamente prescindiendo de la facilidad, prontitud y universalidad, el hombre sí es capaz, puesto que toda la verdad natural es el objeto adecuado de la inteligencia, su propio bien.
Sostiene Santo Tomás que la Encarnación fue conveniente en el mismo orden de la naturaleza, porque «si se hubiese aplazado este remedio hasta el último día, hubiesen desaparecido totalmente de la tierra el conocimiento de Dios, la reverencia a Él debida y la honestidad de las costumbres» (STh III, 1, 6 in c.).
Incluso afirma que ha sido necesario conocer el misterio de la Santísima Trinidad para comprender rectamente la verdad racional de la creación.
«Hemos necesitado conocer las divinas personas, para tener ideas correctas acerca de la creación de las cosas, pues al confesar que Dios hizo todas las cosas por su Verbo, se excluye el error de los que sostienen que las produjo por necesidad de naturaleza» (STh I, 32, 1 ad 3).

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